Si buscas el camino a la independencia lo encontrarás sembrado de mujeres de sal petrificada. Así comienza esta novela de la escritora cubana Leída T. León. Obra de ficción que poco a poco va cediendo espacio, párrafo a párrafo, a la verdadera historia.
Escribir una novela en español en los Estados Unidos es un verdadero reto. Mas, entiendo yo que esta obra en realidad no es americana, quizás ni cubana, es un compendio de vidas con luces y sombras, secretos mal guardados y esfuerzo titánico por seguir adelante, por encaminar a los hijos y, ante todo, luchar para ser.
Eliza ofrece una historia o muchas historias, que pueden ser la del vecino de Echo Park, que levanta muros o del criollo panadero con imperio propio y sudor mañanero.
Cada capítulo nos trae un algo nuevo y desesperante, porque amamos a esta mujer fuerte e incólume, queremos ya que pare de sufrir y que tenga un minuto de sosiego al pie de algún recuerdo y que solo entonces la visite ese instante de paz tan merecida. Pero la escritora, aupada por la trama no nos da sosiego, nos empuja a embestir el muro gigantesco de la vida de cada uno de los personajes femeninos que, sin quererlo Eliza, la alimentan.
¿Será que para ella no existe otro mundo? En la vertiginosa ciudad de Los Ángeles, hostil y sempiterna… desconocida donde nadie conocía a nadie, Eliza, la mujer que arrastra aun a sus espaldas el jubón salvado sabe Dios de cual tormenta, sienta cátedra y vida, lucha con sus demonios y sin alterar el pulso de su naturaleza, envía, sedienta de amor, un chorro ígneo a su hombre-tirano, porque amar sabrá y mucho, pero más que todo es la madre protectora, que será, al fin o para su fin, incomprendida.
Pero lo más sorprendente de esta obra es que, junto con la descripción terrible de una vida peor aún, se va describiendo el desarrollo de una nueva comunidad que, bajada de sus pedestales reemprendió su camino, quizás siguiendo huellas de corceles sin herraduras y «mocasines» de piel de búfalo.
«El barrio de los cubanos no se detuvo a contemplar a los recién llegados, sino que se transfiguró, extendiéndose más allá de Sunset y Los Ángeles». Con esta sencilla frase, la autora nos da un soberbio repaso de tradición y cultura.
Tradición porque donde quiera que estemos, seremos siempre los emprendedores a rajatabla que ven el triunfo ajeno, solo como acicate para tener el suyo propio.
Y cultura por aquello de que los versos del poeta girarán, en lazo infinito, en nuestras mentes, agradecidos de su efímera, pero infinita existencia. Nunca se será más pobre, que cuando no se entienda la rima mágica de “una rosa blanca” elevando al Olimpo de nuestras verdades, la magnífica figura del amigo. Eso es lo que subyace en cada capítulo descrito por la autora.
El sacrificio enorme por una hija de mente mutilada, o por el hombre que nunca la amó suficiente o lo justo para no desfallecer, la madre que se alimenta de frases mullidas, lejanas y al final vacías, nos lleva a saber que no existe en realidad una Eliza, existen muchas Elizas que en el clímax de su «momentum» es despreciada e incomprendida y llora sin ruidos, como ella misma vivió.
Del prológo